Antes de que Viktor Frankl llegara a ser un renombrado sicólogo; antes de sobrevivir al terror de un campo de concentración nazi; y antes de escribir su afamado libro “El hombre en búsqueda de sentido”; era un alumno de preparatoria que pensaba profundamente sobre la vida. Un día, su profesor de ciencia dijo a su clase: “La vida no es más que un proceso de combustión y oxidación”. El joven Viktor se puso de pie y respondió: “Profesor, si tal es el caso, ¿qué significado tiene la vida?”.

Por lo general, una clase de ciencia no es el mejor lugar para hallar respuestas a ese tipo de preguntas. El mayor aprendizaje de Viktor sobre la vida fue en el cruel salón de clase de los campos de concentración. Allí aprendió por experiencia lo que él ya sentía en su corazón: que quienes resisten y sobreviven a las condiciones más horribles son los que captan el propósito de su vida.

Él escribió: “El hombre que toma conciencia de su responsabilidad hacia otros seres humanos o hacia una tarea aún por terminar, jamás podrá desperdiciar su vida. Por conocer la razón de su existencia, ese hombre podrá superar casi cualquier obstáculo”.

Para algunos, la razón de la vida quizá sea influir para bien en sus hijos y en sus nietos. Tal vez tengan un proyecto sin acabar que les mantenga ocupados, o a lo mejor se entreguen a una causa cuyo éxito depende de ellos. Podría decirse que tal habilidad de ver más allá de nuestros meros deseos, es lo que nos hace humanos, lo que nos distingue de toda otra forma de vida en la tierra. Es también lo que nos brinda verdadera felicidad. ¿Han notado que rara vez se ve contrariada a la persona que es por naturaleza abnegada y servicial?

El significado de la vida se halla en el rostro de otra persona; al sacrificarnos y, de algún modo, al olvidarnos de nosotros mismos. Se le encuentra al tratar de hacer que la vida sea mejor para quienes nos seguirán; al comprometernos a algo más grande —más significativo— que uno mismo.

Fuente: Música y Palabras de Inspiración (Music and the Spoken Word)